Ignoro
quien escribe los discursos del actual Jefe del Estado -supongo que
debe ser algún amigo de esos insultadores de la radio que se toman
tan a mal las tímidas reacciones negativas a las reales palabras de
algunos profesores metidos a parlamentarios-, ignoro lo que percibe
“el negro” y lo que cuestan de dinero público esos discursos -en
España no suelen coincidir ambas cifras-, ignoro si el monarca
cambia algo del texto o solo se limita leerlo con el nulo entusiasmo
de un borbón trabajando -lo que nos cuesta el sexto de los felipes
no es precisamente por trabajar en otra cosa que en estar en su
puesto-, ignoro prácticamente todo de esa latosa retahíla de
tópicos del buen gobierno en que consisten esos discursos de corta y
pega con los anteriores de los pasados siglos y con la osadía del
ignorante me atrevo a opinar ¿Alguien oye enteros los sermones del
Rey en esas misas laicas a las que acude? ¿Para qué? El texto se
distribuye en nota a los medios, los comentarios políticos ya están
fabricados de antemano, los insultos de los bocazas de las radios y
de las tertulias teleaburridas están al borde de caducar de lo
viejos que son. Todo es una ceremonia de colorines y naftalina que
solo añade un poco más de mugre a lo que queda de la democracia
otorgada hace cuarenta años -aún quedamos vivos algunos que
defendimos el voto afirmativo al texto constitucional y recordamos
las circunstancias por las que había que hacerlo-, así que,
guillotinas aparte, este discurso solo me produce un efecto: desear
que sea el último.
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