Aristide Labarthe intentaba recordar la letra de “Nini, peau d’chien” la vieja canción de otro Aristide, Aristide Bruant, mientras caminaba por las calles de París, cerca de la Plaza de la Bastilla, provisto de su mascarilla azul, más azul que el cielo gris de la mañana de mayo que le acompañaba.
El hidrogel de la oficina ministerial en la que había pasado la mañana - hay cosas delicadas que no se pueden hacer por vía telemática en la burocracia -, le había dejado la epidermis de las manos suave como la piel de una muchacha parisina, quizá se llamaba Catherine como aquella novia que tuvo un verano de su lejana adolescencia.
Catherine era la sobrina parisina de un chef reputado de un restaurante de la Côte Basque y pasaba parte de las vacaciones de verano en casa de sus tíos, ocupada en pasear el perro de éstos, ya que el absorbente trabajo del matrimonio les impedía ocuparse del ridículo caniche. El tímido y miope Aristide alternaba el rugby en la playa con sus amigos, lloviera o no, con los cuidados y caricias a Catherine pero ésta encontró un amor más fuerte en París y dejó de pasear por Anglet su blanca epidermis con el rubio vello que Aristide, cuarenta años más tarde, recordaba nostálgicamente, caminando por los adoquines de la margen derecha del Sena en busca de una panadería donde comprar un bocadillo, estando cerrados los bistrós y restaurantes.
Rompiendo los gestos barrera, unas suaves manos perfumadas, un aroma inolvidable del pasado, taparon los ojos de Aristide y una voz femenina preguntó con alegría desbordante:
- ¿Quién soy?
Los veranos de los 80 proyectaron una cascada de imágenes con banda sonora de “Les lacs du Connemara” del incombustible Sardou en el cerebro de Aristide.
- ¡Catherine!
La autora de la sorpresa le soltó una bofetada en la mejilla derecha que le colocó la mascarilla en la oreja izquierda, poniendo en evidencia que era zurda y Catherine era diestra.
- ¡Gilipollas! Soy Amélie.
Aristide intentó excusarse pretextando la mascarilla, pero Amélie iba incrementando su enfado velozmente y, aunque había dejado de practicar el decathlón algunas décadas antes, Amélie seguía estando aparentemente en un estado de forma envidiable y con su envergadura y carácter era capaz de tumbarle delante de la cola de clientes del establecimiento, que asistían encantados a la comedia que los dos les ofrecían espontáneamente rompiendo el tedio.
- Claro, Amélie, mi alumna favorita, la campeona del liceo… ¿Cómo te va?
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