Celia Navascués era telefonista en un servicio de urgencias, la persona que atiende la llamada angustiada, recoge los datos y avisa a los servicios de socorro, a la policía o a los bomberos. Un trabajo de los que generan insomnios y otras alteraciones, Celia, con apenas 40 años, cogía largas bajas laborales, bajas durante las cuales pintaba, desde niña había pintado bastante bien y las incapacidades transitorias las pasaba con los pinceles en la mano, dejando sobre el lienzo sus sentimientos y emociones. Su marido, Roberto Santesteban, le compraba el mejor material que encontraba, le regalaba libros de pintura, le pagaba cursos con los mejores y las mejores enseñantes de pintura que se podían encontrar en Donostia y, sin embargo, las obras que Celia realizaba cada vez eran más oscuras, menos concretas, más manchas de pintura que recordaban quizá manos y ojos, rostros y troncos humanos, a partir de colores burdeos ennegrecidos que asomaban entre chocolates y tierras mojadas… Roberto quiso apartar a su mujer de aquella senda que juzgaba depresiva y siniestra y le convenció de que pidiera una excedencia en su trabajo para dedicarse totalmente a la pintura, no fue difícil convencerla porque Celia sabía realmente que dentro de ella había una artista pero no se había atrevido, carente hasta entonces el matrimonio de un colchón financiero suficiente, a prescindir de otros ingresos ya que jamás había vendido un cuadro. Mientras, Roberto había buscado el amparo de un pintor bastante reconocido que no se prodigaba dando clases y al que tuvo que localizar a través de terceros pues se había escondido en lo más profundo de un valle, quizá del Baztán o algo similar, con su mujer y no se asomaba desde hacía tiempo por galerías y mercados del arte ya que sus estampas vascas de romerías, pelotaris y pescadores se vendían solas.
Txema R. Oinetakogilea había pasado los sesenta años de edad y no estaba acostumbrado a dar clases pero su horizonte limitado por los montes que le rodeaban y la boina calada en su cabeza empezaba a necesitar un poco de luminosidad y la llegada de Celia, una mañana lluviosa de comienzos de primavera, le cambió un poco el carácter.
Si Celia era una mujer ni fea ni guapa pero con un cabello largo negro que le envolvía y le daba un halo mágico con sus ojos de bruja de cuento, Txema era un tipo fuerte de cabeza grande en la que sus dos orejas, aplastadas como hojas de alcachofa por un pasado de talonador en el equipo de rugby de Hernani, enmarcaban una mirada penetrante.
En un principio la alumna donostiarra iba un día a la semana, al mes empezó a ir dos o tres días, a los dos meses iba y, a veces, se quedaba a pasar una o dos noches, incluso los fines de semana su marido le acompañaba en visitas a la casa-taller del pintor donde ambas parejas compartían comida, excelentemente preparada por la anfitriona Amaia, y bebida aportada por Roberto.
Las obras de Celia habían recuperado una luminosidad optimista en la que una temática de desnudos femeninos había ido apareciendo hasta imponerse, de tal modo que Roberto sin ningún esfuerzo se había convertido en un marchante que colocaba fácilmente esta producción por toda España sin necesidad de haber realizado siquiera una exposición.
- El culo de mi mujer está llegando a las mejores colecciones particulares del estado – Roberto solía comentar en las sobremesas abundantemente regadas con los mejores aguardientes que ahora podían permitirse -, y todo gracias a vosotros.
No era un secreto para ninguno que Celia utilizaba un gran espejo que Amaia tenía antes arrinconado para tomarse a sí misma como modelo para sus cuadros, donde sus nalgas alcanzaban un papel central.
También las obras de Oinetakogilea habían evolucionado, ahora siempre aparecía un personaje femenino que dejaba asomar sus posaderas entre caseros, pelotaris y pescadores, en un plano más o menos lejano, pero sus compradores habituales no se habían incrementado por ello.
En los círculos artísticos vascos se esperaba un exposición conjunta de ambos artistas para un otoño, ya llevaban más de un año de trabajo compartiendo espacio creativo, así que fueron reservando obra para llenar las paredes, trabajo en que Amaia, la mujer de Txema, se implicaba. Como más tarde le contó a Roberto, esa implicación hizo que, para avisar de que la sala del Kursaal estaba ya reservada en exclusiva a efectos del evento, irrumpiera en el taller una mañana sin avisar, lo de avisar era norma inmemorial de la casa del artista que no soportaba las interrupciones, y así encontrara a ambos creadores como dos galgos en el suelo en la culminación de un coito placentero. Dado que no quedaba sitio para nadie más entre los genitales de su marido, en modo prensa neumática, y las nalgas de la esposa de Roberto, Amaia no interrumpió, cerró la puerta en silencio y abandonó el estudio y, después de hacer la maleta, la mansión familiar.
Mientras conducía hacia Donostia, sus pensamientos evolucionaron desde el parricidio y feminicidio que el corazón le pedía en un principio hasta el medio de vida que iba a desaparecer con ello, así que decidió contárselo a Roberto y presentarle un esbozo de “business plan” que iba a ser de conveniencia para todas las partes. Y el marido convertido en marchante tardó cinco minutos en estar de acuerdo.
- No quiero ver el culo de mi mujer, mas que en pintura.