Últimamente, más que en ningún otro sitio, vivo en una comarca de patos, maíz, pinos, uvas y subvenciones de Bruselas, donde el suicidio lento al anisado, al armagnac o al vino junto con el suicidio expeditivo a la escopeta de caza o a la cuerda en el granero son una realidad por encima de las estadísticas. Es el campo, donde vivo. Las ciudades, pequeñas, los pueblos, dormidos, carecen de vida hasta que las fiestas patronales estallan. Es una sociedad que agoniza, la sociedad de la agricultura y, a la vez, es la sociedad que nos permite vivir en la sociedad tecnológica y es una sociedad de personas en peligro de extinción como dicen las alarmas que se asoman a los medios de difusión, así que los expertos de traje y corbata y las expertas de traje y pendientes de lujo se reúnen para hacer planes que impidan ese ocaso pertinaz, los planes quedan muy bonitos en las estanterías, mientras las leyes del capitalismo inevitablemente dejan atrás las resoluciones más brillantes de los centros de poder, por lo que hay que reunir de nuevo a expertos y a expertas -buena ocasión para estrenar nueva corbata o nuevos pendientes -, para que hagan más planes. Últimamente vivo en una comarca en la que hay que ir en coche a hacer la compra en un centro comercial porque no hay tiendas cerca ni servicios públicos de transporte a los hipermercados, en la que se va al médico en coche propio si es leve y en el del vecino si es grave lo que pasa, en la que los niños se esfuerzan en ir a la escuela aunque sea haciendo triathlon, en la que materialmente falta lo que sobra en la ciudad pero inmaterialmente sobra lo que falta en la ciudad, pero no lo sabemos, no lo saben. Es el campo, donde vivo.
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