Ella salió a buscar perejil a casa de la vecina y nunca
regresó, él siguió bebiendo. Los meses pasaron, las cosas de ella seguían por
el piso, apenas se había llevado una maleta, él seguía bebiendo. Los años
también pasaban, ella se debió de casar con alguien, él bebía. No habían tenido
hijos en común, ni el piso ni la hipoteca siquiera, cada uno tenía sus hijos y
sus mochilas de naufragios sentimentales anteriores, así que su ausencia
repentina solo había dejado libros, discos, cuadros, muebles y la angustia de
la soledad, y el alcohol, el alcohol más necesario que nunca para seguir vivo
consigo mismo. Alguien le dijo que si le había pedido explicaciones por su
huida, pensó en llamarle y reclamar unas razones, al fin y al cabo le había
dado todo lo que ella parecía querer y no querer durante los años, bastantes
como nueve o diez, en que convivieron pero se miraba en el espejo -conservado
en alcohol, se decía con una sonrisa, porque la imagen externa seguía siendo muy
atractiva-, y sabía que la explicación que no estuviera en el fondo de su propia
alma no estaba en palabra alguna que pudiera expresarla. Se había ido porque no
soportaba más la convivencia, el humor desequilibrado desde la mañana hasta la
noche, el amor áspero a regañadientes siempre a destiempo, los accidentes que
no tenían otra explicación más que el alcohol, las provocaciones a los amigos
de ella, las opiniones desabridas sobre la familia y los hijos de ella, los
comentarios no pedidos sobre su conducta personal … en la balanza su extrema
bondad con ella, cierto cariño que permanecía, no era ya suficiente contrapeso
para aquel lastre y, no había perejil en la cocina, ella se fue y no volvió.
Siguió bebiendo, sus amistades le veían como siempre, pero él sabía que la bebida se iba acumulando
en su interior, que ya no tenía salida de su cuerpo, que todo lo que entraba se
quedaba para siempre.
La señora de la limpieza encontró el cadáver una mañana, era
martes, en la radio de la mesilla el locutor explicaba el origen de una canción
napolitana, lo estuvo observando un rato, estaba tan guapo y joven, conservado
en alcohol, mientras sonaba en la voz de un tenor el funiculí funiculá que tanto le gustaba y que ya no volvería a oír.
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