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viernes, 28 de julio de 2017

OTRA REBANADA DE VERANO

Durante las fiestas patronales del año pasado, Aristide Labarthe compró un talo en un acto militante a favor de la ikastola del pueblo, en un acto de imprudencia temeraria, solo justificable en la ingesta alcohólica previa, Arisitde comió el talo. Así que en las fiestas de este año, cuando la cuadrilla, cantando afinadamente las más animadas y populares canciones del repertorio popular vasco, se acercó al puesto de fabricación y venta de la versión local de las tortitas mexicanas de maíz, Aristide no esperó a adivinar qué tipo de espeluznantes fritangas iba a acompañar la insípida e indigesta masa sino que se dio de baja en el grupo sin ningún disimulo y corrió al retrete móvil oportunamente aparcado en las cercanías. Una vez pasado el peligro gastronómico, se reincorporó al grupo que iba cantando de nuevo, esta vez rancheras, y deshaciéndose, con más o menos disimulo, de los fabricados de las voluntariosas madres miembros de la asociación que mantiene viva la pequeña luz de la enseñanza vascuence al lado norte del Bidasoa con la estimable -en euros-, ayuda de las instituciones del otro lado.

Después de recorrer las cinco peñas taurinas, después de atravesar varias veces los ríos sin caerse de un puente atestado, después de sonreír a un centenar de senegaleses vendedores de objetos chuscos de dudoso humor y de comprar cualquier inutilidad idéntica a la adquirida en sanfermines, después de acumular en sangre cuanto alcohol es necesario para una lucidez eufórica sin llegar a despellajarse las manos para caminar, después de tropezarse un par de veces en bajadas a sótanos donde se ocultaban los elixiris más deseados, después de dejar la última cuerda vocal en un “avemaría” rociera que puso carne de gallina a la novia flaca de un refuerzo argentino del Aviron Bayonnais, Aristide Labarthe tomó conciencia de que ya era tiempo de buscar su hogar y entonces se sintió como un extraterrestre incapaz de sintonizar su GPS galáctico en aquel pueblo ocupado por la masa cacofónica revestida de rojiblanco y le entró la llorona, unas lagrimas largas y silenciosas, sentado entre papeles grasientos, gorilas de la Vigipirate, y jóvenes pegados a sus smartphones de mensajes inaplazables.

Así lo encontró su mujer en el banco de enfrente del portal y ambos recorrieron los escasos diez metros que les separaban de la puerta en un slalom de amor y de coordinación precisa para mantener el equilibrio conjunto. 

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