Durante las fiestas
patronales del año pasado, Aristide Labarthe compró un talo en un
acto militante a favor de la ikastola del pueblo, en un acto de
imprudencia temeraria, solo justificable en la ingesta alcohólica
previa, Arisitde comió el talo. Así que en las fiestas de este año,
cuando la cuadrilla, cantando afinadamente las más animadas y
populares canciones del repertorio popular vasco, se acercó al
puesto de fabricación y venta de la versión local de las tortitas
mexicanas de maíz, Aristide no esperó a adivinar qué tipo de
espeluznantes fritangas iba a acompañar la insípida e indigesta
masa sino que se dio de baja en el grupo sin ningún disimulo y
corrió al retrete móvil oportunamente aparcado en las cercanías.
Una vez pasado el peligro gastronómico, se reincorporó al grupo que
iba cantando de nuevo, esta vez rancheras, y deshaciéndose, con más
o menos disimulo, de los fabricados de las voluntariosas madres
miembros de la asociación que mantiene viva la pequeña luz de la
enseñanza vascuence al lado norte del Bidasoa con la estimable -en
euros-, ayuda de las instituciones del otro lado.
Después de recorrer
las cinco peñas taurinas, después de atravesar varias veces los
ríos sin caerse de un puente atestado, después de sonreír a un
centenar de senegaleses vendedores de objetos chuscos de dudoso humor
y de comprar cualquier inutilidad idéntica a la adquirida en
sanfermines, después de acumular en sangre cuanto alcohol es
necesario para una lucidez eufórica sin llegar a despellajarse las
manos para caminar, después de tropezarse un par de veces en bajadas
a sótanos donde se ocultaban los elixiris más deseados, después de
dejar la última cuerda vocal en un “avemaría” rociera que puso
carne de gallina a la novia flaca de un refuerzo argentino del Aviron
Bayonnais, Aristide Labarthe tomó conciencia de que ya era tiempo de
buscar su hogar y entonces se sintió como un extraterrestre incapaz
de sintonizar su GPS galáctico en aquel pueblo ocupado por la masa
cacofónica revestida de rojiblanco y le entró la llorona, unas
lagrimas largas y silenciosas, sentado entre papeles grasientos,
gorilas de la Vigipirate, y jóvenes pegados a sus smartphones de
mensajes inaplazables.
Así lo encontró su
mujer en el banco de enfrente del portal y ambos recorrieron los
escasos diez metros que les separaban de la puerta en un slalom de
amor y de coordinación precisa para mantener el equilibrio conjunto.
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