Él
la había estado observando ya recostado bajo las sábanas. En su
interior lamentaba que ella hubiera permanecido desnuda tan poco
tiempo antes de pegarse a él, su cuerpo de mujer en la luz cenital
de la habitación -ninguno había apagado la luz-, le había
producido agradables descargas eléctricas en el diafragma como hacía
tiempo no había sentido, sus últimas relaciones sexuales habían
sido esporádicas y con sus propias manos en los últimos años.
Se
habían conocido en la sucursal bancaria en la que ella trabajaba. Él
había acudido a quejarse de unas comisiones inexplicables y
excesivas, como todas las comisiones ordinarias de los bancos
españoles, que le habían sustraído parte de su saldo en cuenta,
cuenta lo bastante saneada como para ser considerado un buen cliente.
Ella, en vez de torearle como le ordenaban las instrucciones de sus
superiores, le había escuchado e, incluso, atendido
satisfactoriamente, haciendo desaparecer el cargo con un click de
ratón en su ordenador.
Él
se acostumbró a volver de nuevo a la agencia al más mínimo motivo
y comenzaron a escaparse a tomar algún café a una de las tabernas
próximas. Se dieron cuenta, conversando, de que, fuera de sus vidas
profesionales, gustaban de muchas cosas comunes aunque de forma
diferente, lo que la lógica de los más de quince años de
diferencia de edad, quizá veinte, podía justificar.
Con
el paso de los meses, quizá medio año, las confidencias sobre sus
situaciones personales, ella con una hija preadolescente que criaba
sola -su ex se hacía cargo solo en el más estricto régimen de
visitas-, y él, rebotado de un matrimonio olvidado en otra ciudad,
haciendo compañía a las telarañas de un piso heredado la mayor
parte del tiempo y en el que solo era habitable porque una señora
contratada por su anciana madre, madre que no vivía muy lejos,
mantenía el nivel de polvo en un límite aceptable. Eso sí, atendía
amablemente a cuantas señoras pasaban por su ámbito de acción pero
ninguna se interesó en quedarse a lavar sus calzoncillos y demás
tareas propias de la convivencia.
Así
que, cuando ella le comentó en el café matinal que tenía por
delante un fin de semana sin niña, él le invitó a cenar, quería
oírle hablar más, oír sus comentarios llenos de humor, su
facilidad para la ironía sobre sí misma y sobre su situación en el
banco y en su vida. Y la cena fue tal y como lo esperaba, ambos
disfrutaron del momento. Así que a la salida del restaurante, quizá
con la euforia, él dio un traspiés y se encontraron apachurrados los
dos contra un árbol decorativo, que estaba mal estacionado en la
acera junto a la puerta del local y, en vez de decir, como era su
intención “¿Te apetece un gin-tónic en el club del barrio?” él
dijo algo así como: “¿Quieres que cojamos una habitación con
vistas a la bahía en el Hotel Monte Igueldo?” que es casi lo
mismo.
Una
vez en el hotel, contemplado suficientemente el iluminado marco
“incomparable” y después de unos largos besos, ella le mandó a
él pasar primero por el baño.
El
amanecer le despertó a él, que se había quedado dormido con el
cuerpo de ella pegado naturalmente al suyo -no vamos a entrar en
detalles sobre adhesivos-, mientras ella le seguía hablando, y él
se resistió a abrir los ojos un rato, todos sus sentidos estaban
plenos del cuerpo femenino a su lado, cuando abrió los ojos se dio
cuenta que ella le estaba observando desde hacía un rato. Se
sonrieron y, casualidades de la vida que superan cualquier ficción,
los dos dijeron simultáneamente:
- El
último amor de la vida es más importante que el primero.
grande!
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