Hacer figuración en
el film que está rodando Woody Allen en Donostia ha sido una de las
experiencias interesantes de este agosto. Siempre que hago teatro,
cine, televisión… desde mi más tierna adolescencia me he fijado
en el director, he procurado aprender del director, aunque yo no he
dirigido nunca un espectáculo o un audiovisual, creo que he
aprendido algo de cada una y cada uno de ellos.
Tuve ayer la suerte
de ser testigo inmediato de las repetidas observaciones que Allen le
hacía al veterano actor que estaba justo sentado a mi derecha – la
escena, sin revelar nada, representaba una cena en un restaurante
local -, le pude oír y leer su lenguaje corporal hasta que se dio
por satisfecho del resultado e hizo tres tomas más, sin embargo.
La pasión que hay
detrás de todo el esfuerzo mental y físico que requiere un proyecto
cinematográfico y que sigue viva en cada toma que se realiza de una
secuencia, de un plano, es un valor intangible y que asombra al que
pasa por allí, como yo, con su ego de actor frustrado y con su
curiosidad de niño de 70 años.
Allen está
machacado por la edad y por la vida que suponemos que ha llevado,
además estos últimos años esa vida le está pasando factura por
todas las maldades que ha cometido y que, justicia americana aparte,
son de imposible perdón social. Pero la pasión del cine puede más
y está ahí muy vivo hasta que se muera (¿Le llegará la maldición
del Premio Donostia con un film donostiarra?).
No le hice ninguna
pregunta ni me hice un selfie con él, no era el momento ni el lugar,
solo observé e intenté aprehender esa pasión de autor, de creador,
de ejecutor… que estaba allí, a mi privilegiado alcance.
Y en mi mente había
una pregunta para hacerle y que retuve en mi interior, la pregunta
esencial, la sola pregunta a hacer, la pregunta que el rey de la
magnífica pieza de Woody Allen se hace y que Diabetes el esclavo
responde: Is there a God?
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