These are sculptures from the basque sculptor Eduardo Chillida. (Photo credit: Wikipedia) |
Es cierto que durante cuatro
largos años hubo quien se dedicó a mantener estable el nivel sanguíneo en el
torrente alcohólico, subvencionar la educación en euskera al Estado francés,
imponer el ornato callejero de los cubitos de basura como arte plástica… y
cuando se fue, dejó el 2016 entrando a velocidad de AVE en la Estación del Topo.
Bienvenido sea lo que se haga,
siempre que sea cultural, sea permanente, temporal o efímero en su esencia. No
estoy en contra de performances, montajes, cacofonías, grafitis en viaductos,
instalaciones desequilibradas, obsesiones paranoicas escatológicas y demás cosas
y cositas que los creadores que han acudido a la desesperada llamada de los
actuales responsables van encajando en la agenda. Los agentes culturales
también comen y beben por lo que necesitan que se les pague para poder satisfacer
sus necesidades vitales.
Puedo entender que una sopa de
tortuga filipina se considere una parte de la cultura de una isla misteriosa
cuando se presenta en la barra del bar de la vieja Tabacalera vacía que hay que
mantener abierta a un coste mensual donostiarra, puedo entenderlo pero no lo
entiendo. La cultura que se ingiere, se incorpora a nuestro cuerpo por el metabolismo
y deja excrementos y orina como recuerdo personal –que también pueden exponerse
como “merda d’artista” pero esto ya se ha hecho-, no me acaba de parecer que
sea cultura.
Cada vez que se anuncia sin rubor
ni risas que un catedrático de los fogones nos aporta su cultura como uno de
los eventos de la capitalidad cultural que nos ha caído encima, dejo de
escribir y me voy al retrete para dejar vacío mi intestino y prepararlo a recibir
el pintxopote de la ronda semanal en el barrio en que ese día toque, y si no
toca, también.
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