Estos días llegan
por las redes las incansables olas de la memoria de las víctimas de
1936, las tripas de unos y otros se nos revuelven, a unos porque
quisiéramos que de una vez se hiciera innecesario tener que volver
sobre un tema que se debió resolver hace tiempo con un poco de
voluntad política, pero no se ha querido buscar a los desaparecidos
y reparar mínimamente a los descendientes y sucesores de quienes
fueron ejecutados después de la victoriosa insurrección armada de
la derecha española y a otros se les revuelven porque han dado por
bueno el régimen, al que dio su apellido el mandatario de las
derechas, Franco y desean hacernos tragar que el paso del tiempo ha
borrado el crimen y que los pétreos recuerdos de aquel espanto que
ensombrecen el paisaje ya forman parte inmutable de éste.
La Iglesia Católica,
coautora de la matanza, no ha hecho ni está haciendo, como
institución, siquiera algo por lavar su imagen cara al pueblo,
parece seguir empeñada en hacer del anticlericalismo una de las
señas de identidad de la izquierda y se esfuerza en sepultar el
trabajo de sus pocos miembros que durante tantos años han intentando
hacer compatible el catolicismo y la justicia.
Han sido terribles
las imágenes de los últimos cuerpos desenterrados de los asesinados
en aquellos años de matanzas que duraron años, a diferencia de su
análogo precedente histórico la más breve matanza de San
Bartolomé, cuando los católicos incitados por sus clérigos
asesinaron a miles de hugonotes, masacre terrible que duró apenas
unos días. Lo más terrible es la repetición una y otra vez de los
terrorismos, de las víctimas vejadas, del sinsentido de la sangre y
de la violencia y, quizá sobre todo, de las explicaciones idénticas,
de que los muertos o sus parientes o sus correligionarios también
habían asesinado, masacrado etc.
Y la ignorancia de
muchos que nos golpea, la inconmensurable ignorancia de la gente
sobre esas negras historias que han ido conformando nuestra situación
actual, esa ignorancia propiciada por la educación sectaria, de
todas las sectas ideológicas, que los poderes han impuesto sin
oposición. Esa ignorancia que lleva a juzgar superficialmente que
todos eran iguales, que todos son iguales.
Nadie va a resucitar
a los muertos pero son los vivos los que reclaman que les dejen un
mínimo de dignidad en su luto heredado.
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