Los mayores del colegio hacían obras de Jardiel Poncela para las ceremonias anuales de entregas de premios y “dignidades” pero cuando yo llegué a ser “mayor” ya no hubo ocasión.
Mientras, mi madre me había llevado a ver a Arturo Fernández en verano y yo me vestía con la chaqueta de alguno de mis hermanos para jugar delante de otro espejo a ser un dandy irresistible ante imaginarias amistades femeninas rendidas por mi soltura escénica, así que cuando la primera novia me llevó a Esther Remiro para hacer teatro leído, “El cuervo” de Alfonso Sastre, me encontré adolescente jugando a ser mayor en un drama que no comprendía y de Esther Remiro aprendí que el juego teatral no es solo juego sino vida, sacar lo que has vivido, lo poco que había vivido y lo mucho que había leído, en cada personaje y empalmamos un par de obras más, ya representadas en escenarios de colegios religiosos.
En la universidad, un inútil me descartó para el escenario porque tartamudeaba, según él, pero descubrí que la carpintería, la electricidad, la pintura… forman parte del teatro y encontré a Luis Iturri que me dio lecciones sin darme ninguna sobre los cinco o seis sentidos que conforman la vida teatral y entre whisky y whisky me ordenó acabar una carrera que me diera de vivir y no de morir de hambre, le hice quizá demasiado caso “El teatro siempre estará en ti”, pero el ejercicio del derecho tiene mucho de teatro “Le echas mucho teatro en sala”, “Preparas a los clientes como si fueras un director de teatro, “Con Ud. en sala, no hay quien duerma, siempre improvisando, con qué nos saldrá hoy”…
Además, al principio de la vida de abogado, me encontré con José Manuel Gorospe, almacenero en la empresa de mi hermano, otra lección andante de vivir teatralmente “El cuerpo es la herramienta, cuida el cuerpo, construimos desde el cuerpo”… ¿Cómo olvidarme?
Y las clases en la ESTE, la improvisación, los blancos en la mente, las contradicciones, la complicidad de los espectadores... ¿No eran teatro?
Por fin, con sesenta y dos años alguien te habla de que se necesitan chicos en un grupo de teatro para adultos y así encontré a José Manuel Lángara e hice comedias y un poco de clown, volver a pisar las tablas que estaban ahí, la lucecita que nunca se apaga.
Y, sobre todo, una buena excusa para que Ana Miranda me corrigiera, me calmara en clases particulares y me diera otra lección de vida “para el teatro”.
Luego, vino Biarritz, descubrir la locura del Théâtre du Versant y al “milagroso” Gaël Rabas, puestas en escena que surgen del vacío y del caos para construirse durante el maravilloso momento del espectáculo, de la representación, y luego desaparecer, todo ello con una troupe de fenómenos humanos a los que el viento de la vida nos ha amontonado bajo el busto de Molière.
El confinamiento permite leer, mirar videos, hacer ejercicios, prepararse, siempre hay algún espejo delante del que jugar a representar personajes en monólogos improvisados sobre todos los dramas que hemos vivido, que vivimos, ya no tan avergonzado ¿Con quién hablas? Y las máscaras se pueden también improvisar mientras por la televisión pasan una y otra vez aquellos westerns del pasado. Los papeles de los papeles están más vivos que los de Toro Sentado y Buffalo Bill.
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