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miércoles, 4 de marzo de 2020

VIDAS PARALELAS

Ayer leí un resumen de las descripciones que distintas mujeres han realizado de la conducta que R. Polansky tuvo con ellas cuando eran menores de edad y me han recordado a las historias que en su momento leí de D. Hamilton cuando salió un libro de memorias de una mujer que había sido modelo de sus fotografías cuando era menor de edad. Creo que el año pasado salió en prensa algo de una actuación de un fotógrafo aragonés que también fue acusado de conductas análogas con mujeres menores. Y tenemos muy cerca el caso de K. Cabezudo, caso del que se han filtrado relatos de mujeres que acudieron a sus servicios cuando eran menores y que ahora le acusan de conductas sexuales delictivas.
Según parece, el llamado trastorno pedófilo se caracteriza por la presencia de fantasías, impulsos o comportamientos sexualmente excitantes recurrentes e intensos relacionados con las y los menores de edad, lo que consideramos niños, sin embargo las mujeres menores de edad, denunciantes de estos referidos fotógrafos eran ya adolescentes, de edades en que la ley, la tradición y la religión ya las considera por lo general aptas para contraer matrimonio, esto es, para tener relaciones sexuales legítimas en una relación institucionalizada. El impulso sexual de adultos hacia jovencitas no se suele entender como un trastorno mental sino como una especie de fetichismo tolerado, incluso envidiado cuando “triunfa”, por la sociedad que rodea al varón pero cuando el sujeto activo es una mujer adulta que logra tener relación con un adolescente masculino es socialmente condenado.
¿Es es el arte de la fotografía un coto de caza ideal para depredadores de jovencitas? Parece que sí, adolescentes en busca de ascenso social o de oportunidades laborales, tanto si están siendo animadas por su familia como si están en plena rebeldía juvenil contra la familia, iniciando el camino de su vida sexual en todo caso, dispuestas a tropezar en la misma piedra cuantas veces  sus hormonas aceleradas se lo pidan, son presas muy fáciles para el cazador que ha dispuesto su trampa en un entorno de exaltación de la belleza física donde el photobook y la fotografía de arte son corrientes. Por eso todos estos relatos son aburridamente repetitivos para quienes no los han padecido personalmente, a la vez que tremendamente punitivos para esas víctimas que los han guardado en su alma como un castigo merecido por su ingenuidad idiota o por su rebeldía equivocada o por cualquier otro impulso juvenil que le llevó a aquella primera sesión, pocas veces única.
La impunidad sigue siendo la regla general, el mundo de los adultos tiene amnesia de su propia pasado por la adolescencia que siempre modifica a su conveniencia, así que el fotógrafo no pasa de ser un “viejo verde” al que se le ponían “a huevo” aquellas “pedorrillas” y que hizo lo que cualquier hombre hubiera hecho en las mismas circunstancias. Rara vez los asuntos llegan a la condena social, sobre todo si el fotógrafo es además bueno en su profesión, y menos veces aún llegan a la condena judicial del que preparó las circunstancias para que la pedorrilla se pusiera a huevo de su deseo de viejo verde.
Sigo creyendo, sin embargo, que algo está cambiando y que el amparo social de estos cazadores se está resquebrajando y que quizá las víctimas que han callado hasta ahora – entiendo sus motivos personales para ese silencio hasta hoy -, están dejando pasar su última oportunidad para liberar su alma de un castigo que jamás merecieron y para pasar ese castigo, traducido en condena social o judicial, a quien sí verdaderamente se lo merece.

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