LA SANTA ESTALAGMITA
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Cuando el
11 de febrero de 1858, una niña imaginativa vio una señora en la forma
de una estalagmita de una cueva dio
origen a un fenómeno polifacético desde alucinaciones colectivas hasta un
negocio eclesiástico incesante.
Jean Duprat pensaba en aquella
historia del pasado, bien presente en aquella calle comercial de Lourdes,
mientras observaba, como era su obligación, el interminable desfile de carritos
para inválidos y sillas de rueda que las camilleras voluntarias de la Santa Hermandad
de Nuestra Señora de Zikuñaga llevaban hacia el complejo de templos y edificios
que constituye el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes. La caravana de
dolientes atravesaba una calle comercial, llena de tiendas con nombres de
resonancias a un catolicismo repelente y rancio, donde empresarios hindúes y
judíos vendían recuerdos hechos en China a una clientela de irlandeses,
italianos, polacos, españoles… que en toda época se acercan a la ciudad de los
Pirineos. Duprat anotaba mentalmente los rasgos de los componentes de aquel
grupo venido de España, sus superiores le habían ordenado mirar y no
intervenir, pasara lo que pasara durante su estancia en Lourdes. Las
acompañantes vestían de negro con faldas por debajo de la rodilla, un delantal
blanco y una boina blanca completaban su atuendo de servidoras del dios de los
vascos, porque el grupo era vasco: una doble cruz blanca y verde sobre fondo
rojo figuraba en una chapa que se enganchaba en la boina.
El rojo por la sangre del cristo
que la derramó por la salvación del pueblo vasco, el verdadero pueblo elegido
digan lo que digan los israelitas –Duprat rememora para sí mismo una lectura de
un folleto turístico-, el verde de la cruz en aspa por las viejas leyes que
tuvieron los vascos no se sabe muy bien cuándo ni dónde y la cruz blanca por la
santa iglesia que ha impuesto a los vascos el deber de extenderla entre indios,
negros y otras gentes de color que no han tenido la suerte de nacer junto al
mar Cantábrico, en el país que parece un enorme y accidentado terreno de golf.
Al pasar delante de Duprat, al
cura gordo y de nariz colorada que parecía mandar aquella columna se le cayó un
fálico cirio e impedido por su desmesurada barriga ni siquiera podía verlo
entre sus pies, una joven, una “caserita” bonita de ojos negros, se agachó
ágilmente y se lo tendió al clérigo que le sonrió con la lujuria contenida a la
luz del día, propia de su profesión. Intercambiaron unas palabras en su idioma
y la marcha se reanudó sin más incidentes.
El funcionario de información intentó recordar aquella broma grosera
sobre la monja que se va a confesar y el
cura le debe explicar que una vela no le ha podido dejar embarazada pero
algunos recuerdos juveniles se le han diluido en la cabeza.
Ya en la explanada, ordenada la
turba de carricoches, rosarios, velas, velones, beatas, cantores desafinados,
familias numerosas, carteristas, numerarios de secta… se espera el comienzo de
una procesión con una mezcla de rutina e histeria esperanzada, mientras el agente de los servicios de información
se asoma a una basílica subterránea, siguiendo a la joven que se ha perdido del
pelotón de sus correligionarias, porque esta escapada, que no cree
involuntaria, de una gregaria le ha llamado la atención a su alerta policial.
A la entrada de aquella tripa
hundida bajo el nivel freático, un gran retrato de un sonriente José María
Escrivá de Balaguer, conocido estafador ambicioso que medró con él e hizo
medrar al dictador católico que extinguió el espíritu de rebeldía de los
españoles, le produjo una arcada a Duprat que unos lustros antes, al comienzo
de su carrera, tuvo que lidiar con los secuaces enloquecidos de aquel tipo, el
Marqués de Peralta se hacía llamar, que le quisieron asesinar en el túnel del
Somport, pero esto es otra historia.
La joven se movía rápidamente
bajo la bóveda sujeta por unos costillares similares a los de una fragata de
madera pero de hormigón armado. Sin duda o conocía bien el lugar o tenía buenas
instrucciones.
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