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martes, 5 de diciembre de 2017

DIDASCALIA

Vivíamos en el barrio más pobre de Bogotá, Ciudad Bolívar, éramos muchos de familia, muchos niños, algunas mujeres, un solo hombre, mi papá, un campesino sin tierra, expulsado por el hambre vieja de una mierda de poblacho que estaba demasiado cerca de la guerrilla y todavía más cerca de los militares para poder encontrar algo con qué comer. Mi papá era bueno, trabajador de lo que fuera, nos pegaba lo normal, sabía leer y tenía una biblia que nos leía cuando podía, yo con 16 años nunca le había oído leerla, pero mi mamá me lo decía, éramos cristianos evangélicos seguidores del pastor principal del barrio e íbamos al templo todas las semanas. Yo era virgen con 16 años y siguiendo las enseñanzas de mi papá, de mi mamá y del pastor yo debía llegar virgen al matrimonio con mi esposo. Mi mamá, mi hermana mayor, tenía como un año más, y yo trabajábamos de limpiadoras en casas de buenas familias pero apenas nos llegaba para vivir y dábamos el diezmo al pastor todas las semanas con la promesa de que un dios bueno y justo nos lo rendiría multiplicado -aún estoy esperando-.
Cada semana nos bañábamos todos los hermanos, empezaba mi hermana mayor y acababa el más pequeño, los cuatro niños en el barreño, aprovechando el agua que se calentaba con todo lo que pudiera arder y que íbamos recogiendo por ahí. Luego nos poníamos las mejores ropas e íbamos a rezar y cantar que era lo mismo, dirigidos por el pastor y los diáconos, el mejor momento era la plática del pastor que nos taladraba hasta el fondo y nos hacía unirnos al cristo que nos iba a salvar.
Una vez al acabar el acto semanal, el pastor nos detuvo en la puerta y habló con mis padres, luego se acercó enorme a mí, sudoroso del esfuerzo realizado al predicar pero oliendo muy rico -siempre iba muy peripuesto y, al pasar a nuestro lado durante las ceremonias, dejaba un aura de paraíso
perfumado detrás suyo-, y el pastor me dio la mano y me hizo seguirle, yo estaba muy emocionada y con la sensación de haber sido elegida sobre todas las niñas de la comunidad, podía sentir la mirada de envidia de mi hermana mayor. Al llegar a la esquina el pastor me hizo entrar en su carro, un gran coche blanco de cristales oscuros, íbamos los dos sentados detrás en unos asientos de terciopelo, uno de los diáconos conducía, mientras el coche circulaba mullidamente no sé por dónde, porque yo observaba como la mano del pastor me desabrochaba la blusa y luego me acariciaba los pequeños pechos muy suavecito, muy despacito, su mano era más agradable que la de los compañeros que había tenido en la escuela cuando había ido ya hacía unos años o los vecinos que se decían mis novios solo para poder retorcerme los pezones hasta hacerme daño. El pastor hacía todo con mucha calma, sin prisas ni jadeos, sopesando aquellas pelotas morenas que se perdían en su mano, luego empecé a notar sus dedos bajo mi falda y a sentir un calor que se incrementaba en mi parte más íntima, uno de sus dedos tocaba una campanita en mi interior que de repente se puso a sonar, toda la sangre de mi cuerpo corrió a concentrarse en ese punto y lancé un gemido de mi interior agarrándome a sus ropas perfumadas y metiendo mi rostro acalorado contra su tripa, él me siguió acariciando y me decía palabras lindas: “niña bendita” “rosa apetitosa” “santa morenita”… luego me visitó y acomodó los vestidos. El coche se paró, o llevaba parado todo el rato, porque estábamos en el mismo punto al lado del templo, donde estaba la puerta del despacho del pastor. No sé si él me llevó en brazos o yo fui volando pero me encontré de repente en un lecho de nubes sin enaguas ni braga, la lengua del pastor me recorría los rizitos del pubis como las lenguas de los perros babosos hacen con los charcos después de haberse fatigado, nuevamente estalló el calor en aquella parte de mi ser. Entonces le vi erguido ante mí con su “cosa”, su vara de virilidad, fuera de los pantalones y me pidió que se la besara, yo lo hice, claro, mi pidió que se la besara muchas veces y él cerraba los ojos y encomendaba su alma a dios, con expresiones en su cara como las que cristo le enviaba cada semana en el culmen de su predicación, me pidió que parara y me separó las piernas. Le dije que yo era virgen y que me reservaba para mi esposo, él dijo: ¡Yo soy tu esposo! Y entró, a la vez que se derramaba dentro de mí haciéndome madre, porque supe desde ese instante que estaba embarazada, que aquel rito místico y lúbrico significaba que iba a dar a luz a un niño, a un santo niño. Él desapareció y entonces percibí que el chófer estaba presente, como desde el primer momento, tenía una cámara con la que me estaba grabando -debía de haber registrado todo lo que había pasado-, con una de sus manos me pasó una toalla con la que me pude limpiar los líquidos y la sangre que me resbalaban. Sin decir palabra esperó a que me vistiera y me llevó en una scooter hasta mi ranchito. Yo estaba que no estaba, ni el aire de la noche llegó a despertarme de aquel sueño incoherente. Mis padres me recibieron con una extraña alegría de risas festivas que nunca les había visto, nadie preguntó nada. A los días nos fuimos a vivir a un apartamento chico de un edificio de oficinas del centro de la ciudad, la vivienda del conserje, mis padres empezaron una nueva vida como conserjes, mi abuela y mis hermanos también mejoraron con aquella situación.

A los nueve meses tuve un hijo al que se le llamó Jesús Salvador y, poco tiempo después, la madre de Jesús Salvador, yo, pasó a otra vida, una vida de puta. Pero eso es otra historia que ya contaré otro día.

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