Vivíamos en el
barrio más pobre de Bogotá, Ciudad Bolívar, éramos muchos de
familia, muchos niños, algunas mujeres, un solo hombre, mi papá, un
campesino sin tierra, expulsado por el hambre vieja de una mierda de
poblacho que estaba demasiado cerca de la guerrilla y todavía más
cerca de los militares para poder encontrar algo con qué comer. Mi
papá era bueno, trabajador de lo que fuera, nos pegaba lo normal,
sabía leer y tenía una biblia que nos leía cuando podía, yo con
16 años nunca le había oído leerla, pero mi mamá me lo decía,
éramos cristianos evangélicos seguidores del pastor principal del
barrio e íbamos al templo todas las semanas. Yo era virgen con 16
años y siguiendo las enseñanzas de mi papá, de mi mamá y del
pastor yo debía llegar virgen al matrimonio con mi esposo. Mi mamá,
mi hermana mayor, tenía como un año más, y yo trabajábamos de
limpiadoras en casas de buenas familias pero apenas nos llegaba para
vivir y dábamos el diezmo al pastor todas las semanas con la promesa
de que un dios bueno y justo nos lo rendiría multiplicado -aún
estoy esperando-.
Cada semana nos
bañábamos todos los hermanos, empezaba mi hermana mayor y acababa
el más pequeño, los cuatro niños en el barreño, aprovechando el
agua que se calentaba con todo lo que pudiera arder y que íbamos
recogiendo por ahí. Luego nos poníamos las mejores ropas e íbamos
a rezar y cantar que era lo mismo, dirigidos por el pastor y los
diáconos, el mejor momento era la plática del pastor que nos
taladraba hasta el fondo y nos hacía unirnos al cristo que nos iba a
salvar.
Una vez al acabar el
acto semanal, el pastor nos detuvo en la puerta y habló con mis
padres, luego se acercó enorme a mí, sudoroso del esfuerzo
realizado al predicar pero oliendo muy rico -siempre iba muy
peripuesto y, al pasar a nuestro lado durante las ceremonias, dejaba
un aura de paraíso
perfumado detrás suyo-, y el pastor me dio la
mano y me hizo seguirle, yo estaba muy emocionada y con la sensación
de haber sido elegida sobre todas las niñas de la comunidad, podía
sentir la mirada de envidia de mi hermana mayor. Al llegar a la
esquina el pastor me hizo entrar en su carro, un gran coche blanco de
cristales oscuros, íbamos los dos sentados detrás en unos asientos
de terciopelo, uno de los diáconos conducía, mientras el coche
circulaba mullidamente no sé por dónde, porque yo observaba como la
mano del pastor me desabrochaba la blusa y luego me acariciaba los
pequeños pechos muy suavecito, muy despacito, su mano era más
agradable que la de los compañeros que había tenido en la escuela
cuando había ido ya hacía unos años o los vecinos que se decían
mis novios solo para poder retorcerme los pezones hasta hacerme daño.
El pastor hacía todo con mucha calma, sin prisas ni jadeos,
sopesando aquellas pelotas morenas que se perdían en su mano, luego
empecé a notar sus dedos bajo mi falda y a sentir un calor que se
incrementaba en mi parte más íntima, uno de sus dedos tocaba una
campanita en mi interior que de repente se puso a sonar, toda la
sangre de mi cuerpo corrió a concentrarse en ese punto y lancé un
gemido de mi interior agarrándome a sus ropas perfumadas y metiendo
mi rostro acalorado contra su tripa, él me siguió acariciando y me
decía palabras lindas: “niña bendita” “rosa apetitosa”
“santa morenita”… luego me visitó y acomodó los vestidos. El
coche se paró, o llevaba parado todo el rato, porque estábamos en
el mismo punto al lado del templo, donde estaba la puerta del
despacho del pastor. No sé si él me llevó en brazos o yo fui
volando pero me encontré de repente en un lecho de nubes sin enaguas
ni braga, la lengua del pastor me recorría los rizitos del pubis
como las lenguas de los perros babosos hacen con los charcos después
de haberse fatigado, nuevamente estalló el calor en aquella parte de
mi ser. Entonces le vi erguido ante mí con su “cosa”, su vara de
virilidad, fuera de los pantalones y me pidió que se la besara, yo
lo hice, claro, mi pidió que se la besara muchas veces y él cerraba
los ojos y encomendaba su alma a dios, con expresiones en su cara
como las que cristo le enviaba cada semana en el culmen de su
predicación, me pidió que parara y me separó las piernas. Le dije
que yo era virgen y que me reservaba para mi esposo, él dijo: ¡Yo
soy tu esposo! Y entró, a la vez que se derramaba dentro de mí
haciéndome madre, porque supe desde ese instante que estaba
embarazada, que aquel rito místico y lúbrico significaba que iba a
dar a luz a un niño, a un santo niño. Él desapareció y entonces
percibí que el chófer estaba presente, como desde el primer
momento, tenía una cámara con la que me estaba grabando -debía de
haber registrado todo lo que había pasado-, con una de sus manos me
pasó una toalla con la que me pude limpiar los líquidos y la sangre
que me resbalaban. Sin decir palabra esperó a que me vistiera y me
llevó en una scooter hasta mi ranchito. Yo estaba que no estaba, ni
el aire de la noche llegó a despertarme de aquel sueño incoherente.
Mis padres me recibieron con una extraña alegría de risas festivas
que nunca les había visto, nadie preguntó nada. A los días nos
fuimos a vivir a un apartamento chico de un edificio de oficinas del
centro de la ciudad, la vivienda del conserje, mis padres empezaron
una nueva vida como conserjes, mi abuela y mis hermanos también
mejoraron con aquella situación.
A los nueve meses
tuve un hijo al que se le llamó Jesús Salvador y, poco tiempo
después, la madre de Jesús Salvador, yo, pasó a otra vida, una
vida de puta. Pero eso es otra historia que ya contaré otro día.
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