Me dijo mi compañera de baile, con la que ya llevaba un buen rato jugando a “médicos sin fronteras y enfermeras sin bragas”, como dos primos en celo preadolescente, en uno de los canapés de la penumbra de la gran sala de estar en casa de nuestros anfitriones. La verdad es que la situación, música de baladas de hace veinte años en bucle y bebidas sin límite, era bastante infantil, algunas parejas continuaban bailando mientras se intercambiaban salivas y se palpaban sus veteranas anatomías, otras, como nosotros, estaban haciendo lo mismo en canapés y sofás o directamente sobre alguno de los felpudos con zapatos y prendas sobrantes caídos en desorden por todas partes, también había los que estaban desaparecidos por las habitaciones.
Cuando me dijo, el que fuera que me lo dijo, de venir a pasar la tarde del domingo en un guateque “al estilo de los viejos tiempos” ya que no había partido de fútbol, la verdad es que lo acepté sin entusiasmo, mi idea era aprovechar para leer y estar solo, que mi esposa iba a pasar el fin de semana en un cursillo de xilograbado artístico en una especie de monasterio navarro pero, como ella misma insistió, yo me estaba convirtiendo en un misántropo y debía relacionarme con mis colegas. Así que provisto de mi botella de vodka, como indicado en la invitación, me presenté a la hora del café en las señas que me indicaron. Ya había algunas parejas, también fueron llegando los “solteros” y las “solteras” y otras parejas, no llegábamos a veinte personas en el interior, los escoltas se quedaban en los coches. En cuanto las luces se fueron gradualmente tamizando, me di cuenta que la igualdad de géneros estaba cuidadosamente prevista, no era sitio para homosexuales y, la verdad, como todos nos conocíamos lo suficiente para saberlo, ninguno se había colado a la fiesta. La música y los combinados clásicos, de los que ya no se beben tanto, establecieron una especie de selección natural en la evolución de la tarde y de las parejas sin necesidad de cocaína alguna, a pesar de que alguno de los guardaespaldas nos podía pasar los gramos que pidiéramos.
A horcajadas sobre mí, mientras bebía el último sorbo del cubalibre, ella se lamentaba de que en un rato tendría que ir a recoger a los niños y dejarme allí. Evidentemente yo le expliqué que yo iba a lamentar que me dejase así, mi recobrada erección buscaba dónde refugiarse, aunque follar fuera cosa de albañiles como ella había dicho al principio de nuestros combates y, haciendo gala de su reconocido gran corazón, ella me dijo, no sin sonreír:
- Bueno... pero la puntita nada más.
.../...
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