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lunes, 4 de febrero de 2019

MI PRIMER SUMARIO


La calle de Casado del Alisal en Madrid está situada entre el Museo del Prado y el Parque del Retiro, junto a la iglesia de San Jerónimo el Real, una calle bastante tranquila. En los años 50, cuando yo, siendo un niño, la conocí, era una calle todavía más tranquila. En el número 4 había un piso que era a la vez oficina de Gustavo Massé y Cía. S. en C., luego Massé SA, y una vivienda. Aquella sociedad mercantil era un negocio familiar cuyo Director Gerente era mi padre. Desde que, con seis años de edad, una neumonía y la reacción alérgica a unos antibióticos dieron un susto enorme a mi madre, ésta me llevaba a Madrid a pasar temporadas y los dos habitábamos en ese piso. Mi madre creía que el clima de Madrid era mejor que el de San Sebastián para mi salud de enclenque. No veía mucho a mi padre, ni en Madrid ni en San Sebastián, al fin y al cabo yo había sido producto de una breve reconciliación entre ambos y mi padre siempre andaba en viajes de negocios, aunque los negocios de mi padre, según oía yo a mi madre en las disputas que estallaban cuando mis dos progenitores se encontraban o se chocaban más bien, eran con “cupletistas, rejoneadoras, gitanas, bailaoras, meretrices y golfas”…
No veía mucho a mi padre pero lo veía, se presentaba de repente por el piso de Casado del Alisal para darme algún regalo, barato y malo casi siempre pero a veces algún libro o “tebeo” que me sorprendía, mi padre tenía la barba muy dura y cuando me besaba me lijaba mi infantil piel de melocotón.
Mis días en Madrid estaban marcados por las interminables misas de San Jerónimo, las sesiones dobles y continuas del Cine Gong que no estaba lejos, los paseos y juegos por el Retiro, visitas al Museo del Prado – me acuerdo de los cuadros de El Bosco que eran mis favoritos -, y al Museo del Ejército, jugar en la calle con los niños y niñas de la vecindad, ir a ver desfiles y procesiones cuando tocaba, en verano una piscina enorme y maloliente atiborrada de gente, porque también me llevaban en verano.

Un día de sol, no recuerdo la época del año, mi padre me llevó a la Casa de Fieras del Parque del Retiro, esto es, al viejo Zoo de Madrid, me puso una gorrilla amarilla de ciclista y me dejó extasiarme delante de las gacelas, no sé si springboks, que eran los animales presos que más me gustaban. A la salida me compró un polo y me dijo de quedarme sentado en un banco y qué volvería enseguida, mientras iba a venir un señor a darme un paquete, que el señor me llamaría Cristóbal – me llamo Antonio Cristóbal José por una gracia de mis padres y padrinos en la pila del bautismo -, y que yo debía esperar el regreso de mi padre sentado sobre el paquete. Así pasó, un señor muy bajo, con gafas de sol y bigotito, como abundaban por Madrid en aquellos tiempos, apareció enseguida con un paquete del tamaño de un libro de misa de la Catedral envuelto en periódicos sujetos con cuerda fina, después de comprobar que yo era Cristóbal dejó el paquete en el banco y me hizo sentar encima. Yo, aunque había acabado el polo, aguanté sentado hasta que mi padre volvió.
Una vez en casa, mi padre se metió solo con el paquete en la oficina, y no volví a ver el paquete jamás, en su despacho creo recordar que había una caja fuerte detrás de una estantería.
Unos cuarenta años más tarde, estaba yo solo en mi apartamento de la calle Miracruz de San Sebastián trabajando en un recurso de suplicación laboral, a veces me iba del despacho para poder aislarme y trabajar en algún tema que requería la máxima concentración, tenía los autos entregados por el Juzgado de lo Social encima de la mesa de la cocina cuando apareció mi padre, Eduardo Massé Osinalde, por sorpresa para regalarme unas mermeladas que había hecho. En sus últimos años de vida, de alguna manera intentó darme un cariño del que yo había sido privado cuando verdaderamente lo hubiera necesitado. Y al ver los autos del juzgado me hizo el siguiente comentario:
- ¿Sabes que una vez yo también robé un sumario del Tribunal Supremo?
Lógicamente interrumpí totalmente mi recurso y escuché su historia de la cual sabía algunos aspectos pero no el de la sustracción del sumario.
Mi abuelo Gustavo Massé Garraus, padre de mi padre, con un socio había inventado un mecanismo para controlar la presión de los neumáticos desde el salpicadero del coche a finales de los años 40 o comienzos de los 50, este invento revolucionario por aquel entonces y muy útil, dadas las carreteras existentes, nunca llegó a funcionar correctamente y los dos inventores no pudieron explotarlo. Pero otra empresa inició acciones judiciales contra mi abuelo y su socio por “robo de patente”, esta empresa, cuyo nombre no cito porque su razón social se sigue usando por algunas sociedades mercantiles existentes en España, estaba muy vinculada a un importante elemento del Régimen, la dictadura totalitaria nacional católica imperante en España por aquellos años obscuros, así que el socio de mi abuelo, un tal Zabala, abuelo de un compañero mío del colegio, se deshizo de todos sus bienes en España y se fue a vivir a Saint Jean de Luz. Mi abuelo hizo lo mismo con su patrimonio  y, con la ayuda de su familia y sus abogados, se hizo insolvente pero se quedó. Llegó la condena, al parecer inevitable, de mi abuelo que significaba pagar una indemnización cuantiosa en pesetas al supuesto perjudicado y se interpusieron recursos por lo que la causa acabó en el Tribunal Supremo, donde tardaron años en resolver definitivamente con la confirmación. Y en este trámite me añadió mi padre su intervención, el abogado necesitaba ganar tiempo para hacer inatacable la insolvencia del abuelo, así que mi padre contactó con una persona que, a cambio de un pago en metálico, entregó a mi padre los autos para que los guardara unos años y que se los devolviera cuando le conviniera o se le avisase que se iba a proceder a reconstruir el expediente, ante su desaparición. Mi padre los custodió durante años en el piso de Casado del Alisal y un buen día, cuando ya no era útil alargar el proceso, los devolvió.
No le pregunté si la causa sustraída fue el paquete que se me entregó siendo niño en la puerta de la Casa de Fieras, él no lo mencionó y supongo que no hacía falta.
Las mermeladas de mi padre eran buenas pero no excelentes, me venían bien para el desayuno sin más.

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