Line art drawing of a man in a toga. (Photo credit: Wikipedia) |
-Pero
páguele, hombre. Páguele lo que le debe para que le deje en paz.
Iñigo
escuchó aquellas palabras de la Jueza de Instrucción de Guardia en la húmeda
habitación del sótano del edificio de los tribunales. La habitación en que se
había celebrado, luego su abogado se lo explicó, una vistilla sobre la medida
de alejamiento que su abogado había pedido para protegerle de quien aquella
tarde le había intentado sacar de la carretera con su coche y que su abogado le
había hecho denunciar para que la policía detuviera al otro conductor. Luego
todos habían acabado a la noche en aquel recinto laberíntico y sin alma.
Iñigo
recibió las palabras de la Jueza como una “hostia”, una “hostia” similar a
aquella patada que le pegó en el estómago una vez el bestia de su primo mayor
en el caserío porque no quiso seguirle en una aventura peligrosa en el
gallinero de la vecina. Iñigo niño se había echado a llorar. Cuarenta años más
tarde Iñigo adulto se echó a llorar, ante la Jueza, la Fiscal, la funcionaria
de detrás del ordenador, su abogado, la abogada de oficio que asistía al otro…
Iñigo lloró.
Iñigo
había pagado. Pagó lo que le pidió, después de que sus enviados quemaran el
coche de la mujer de Iñigo, pagó para que no volviera a suceder y, al poco le
pidió el doble, y volvió a pagar, volvió a pagar después de que le partieran la
cara a su hermano. Pagó cuando le pidió más dinero al cabo de unos meses de
calma. Y luego le hizo la pintada enfrente del negocio de su hija, y le pagó.
También pagó cuando le incendió la puerta de entrada al caserío. Le volvió a prometer,
le firmó un finiquito, que ya no le iba a reclamar nada. Las amenazas
telefónicas le hicieron pagar varias veces más. Firmaban nuevos finiquitos,
contratos. Unas semanas, unos meses, quizá un año sin que apareciera el miedo y
el miedo volvía e Iñigo pagaba. Los pasquines en las calles del pueblo con la
foto de Iñigo y epítetos sobre sus negocios y pagaba. Los subordinados que le
mandaba al negocio de su hijo con pancartas “Paga lo que debes, lapurra” y otra
vez pagaba. Pagó en pesetas, pagó en euros, pagó en
cheques, pagó en muebles e inmuebles, pagó, pagó y pagó, mintió a su familia,
mintió a sus socios, mintió a sus amigos, mintió a su abogado que sospechaba de
aquellas transmisiones y cambió de abogado, mintió a notarios… pero el pánico
era parte de él y pagaba, pagaba, hasta que un día se deshizo, tocó su fondo, y le contó todo a una persona, habló con ella
durante horas. Y esa persona, quizá un sacerdote laico de una religión
agnóstica, le ayudó a no volver a pagar,
a cortar aquella espiral de miedo y pagos.
Las
amenazas se hicieron más físicas, acabó en el suelo pisoteado, las pintadas más
sucias, los pasquines más injuriosos, su mujer agredida, sus hijos agredidos.
Las denuncias iban a ninguna parte o a juicios de faltas que es lo mismo o peor.
Pasaban los meses, los años. Y todo para
oír a una lerda con toga –en realidad no llevaba toga le dijo después su
abogado-, o sin toga:
-Pero
páguele, hombre. Páguele lo que le debe para que le deje en paz.
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