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sábado, 22 de febrero de 2014

HITOS DE LA BIOGRAFIA DE UN DELINCUENTE IV

Line art drawing of a man in a toga.
Line art drawing of a man in a toga. (Photo credit: Wikipedia)
-Pero páguele, hombre. Páguele lo que le debe para que le deje en paz.

Iñigo escuchó aquellas palabras de la Jueza de Instrucción de Guardia en la húmeda habitación del sótano del edificio de los tribunales. La habitación en que se había celebrado, luego su abogado se lo explicó, una vistilla sobre la medida de alejamiento que su abogado había pedido para protegerle de quien aquella tarde le había intentado sacar de la carretera con su coche y que su abogado le había hecho denunciar para que la policía detuviera al otro conductor. Luego todos habían acabado a la noche en aquel recinto laberíntico y sin alma.
Iñigo recibió las palabras de la Jueza como una “hostia”, una “hostia” similar a aquella patada que le pegó en el estómago una vez el bestia de su primo mayor en el caserío porque no quiso seguirle en una aventura peligrosa en el gallinero de la vecina. Iñigo niño se había echado a llorar. Cuarenta años más tarde Iñigo adulto se echó a llorar, ante la Jueza, la Fiscal, la funcionaria de detrás del ordenador, su abogado, la abogada de oficio que asistía al otro… Iñigo lloró.
Iñigo había pagado. Pagó lo que le pidió, después de que sus enviados quemaran el coche de la mujer de Iñigo, pagó para que no volviera a suceder y, al poco le pidió el doble, y volvió a pagar, volvió a pagar después de que le partieran la cara a su hermano. Pagó cuando le pidió más dinero al cabo de unos meses de calma. Y luego le hizo la pintada enfrente del negocio de su hija, y le pagó. También pagó cuando le incendió la puerta de entrada al caserío. Le volvió a prometer, le firmó un finiquito, que ya no le iba a reclamar nada. Las amenazas telefónicas le hicieron pagar varias veces más. Firmaban nuevos finiquitos, contratos. Unas semanas, unos meses, quizá un año sin que apareciera el miedo y el miedo volvía e Iñigo pagaba. Los pasquines en las calles del pueblo con la foto de Iñigo y epítetos sobre sus negocios y pagaba. Los subordinados que le mandaba al negocio de su hijo con pancartas “Paga lo que debes, lapurra” y otra vez pagaba.   Pagó en pesetas, pagó en euros, pagó en cheques, pagó en muebles e inmuebles, pagó, pagó y pagó, mintió a su familia, mintió a sus socios, mintió a sus amigos, mintió a su abogado que sospechaba de aquellas transmisiones y cambió de abogado, mintió a notarios… pero el pánico era parte de él y pagaba, pagaba, hasta que un día se deshizo, tocó su fondo,  y le contó todo a una persona, habló con ella durante horas. Y esa persona, quizá un sacerdote laico de una religión agnóstica,  le ayudó a no volver a pagar, a cortar aquella espiral de miedo y pagos.
Las amenazas se hicieron más físicas, acabó en el suelo pisoteado, las pintadas más sucias, los pasquines más injuriosos, su mujer agredida, sus hijos agredidos. Las denuncias iban a ninguna parte o a juicios de faltas que es lo mismo o peor. Pasaban los meses, los años.  Y todo para oír a una lerda con toga –en realidad no llevaba toga le dijo después su abogado-, o sin toga:
-Pero páguele, hombre. Páguele lo que le debe para que le deje en paz.


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