El Topo (Photo credit: Wikipedia) |
Como un párroco
navegaba obsesionado por todas las páginas porno de la red, la noche
se le hacía larga e insomne desde que ella le echó del apartamento
que le había dejado. Encontró aquel refugio pequeño y obscuro sin
licencia de habitabilidad en un barrio que algún día fue municipio
de la monegasca donostialdea. No tenía mucho que trasladar y se pudo
instalar rápidamente, los vecinos no tenían mucha seguridad en las
redes de sus domicilios y pudo conectarse al mundo a la media hora de
haber abierto su laptop sobre la única mesa de su nueva madriguera.
Escribía sus colaboraciones para la agencia en un par de horas
sueltas, aunque ya no le hacía sonreír ser un negro para un negocio
de negros era por ahora el único medio de subsistir con el que
contaba, luego le buscaba a ella en la red y escrutaba su vida social
durante demasiado tiempo, comía bocadillos de un sucio bar lleno de
huchas y demás decoración abertzale, y buscaba novedades
inexistentes entre gemidos de mariscos depilados y pepinos
relucientes, como de premio de feria agrícola, hasta que todas sus
babas caían sobre el sucio teclado, cuando quizá dormía algo allí
mismo o sobre el catre de Ikea del rincón, del que a veces se
levantaba para ducharse medio cuerpo antes de ir a por otro
bocadillo.
No recuerdo bien
quién me avisó de que así vivía, si se puede llamar vivir a
permanecer en una topera acompañado de la depresión, supongo que
fue su exnovia que le conservaba cierto cariño, a pesar de que ella
le puso primero los cuernos con una parlamentaria del PNV con la que
sigue conviviendo y luego vendió el piso con él dentro, de hecho
los compradores le cogieron en el retrete y sin papel higiénico.
Parece que yo era el único amigo que le podía quedar, así que un
festivo de diciembre cogí la moto y me fui a buscarle por esas
edificadas colinas que forman el otro marco de la ciudad balneario.
No le di un par de hostias, los amigos no hacen eso de buenas a
primeras, pero le llevé, fue más fácil de lo previsible hacer que
se lavase un poco y sacase de la maleta algo de ropa limpia, a tomar
aire marino sobre la moto, después tomamos alimentos y líquidos de
los que hacen que la lengua se desate. Y pareció recuperarse lo
bastante para no volver a esconderse en aquel cuchitril que un
delincuente inmobiliario había puesto en el mercado donostiarra.
Ya lleva un
trimestre en mi casa, que ha dejado de ser mi casa, la ha ocupado con
su depresión y su aura de víctima de su portentosa inteligencia.
Estoy dudando si arrojarlo desde la terraza mientras fuma uno de sus
apestosos canutos o matarlo en el jacuzzi que tanto le gusta, luego
puedo descuartizarlo y venderlo como carne halal en el kebab de la
esquina.
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