Quiero morir en la
plaza, dijo. Supongo que lo dijo por decir, por chulería, por esas
cosas de machos que nos calientan la boca después de unas copas de
menos -cuando son de más, ya ni hablas-, pero unas copas, más de
una y de dos. Dijo que quería morir en la plaza pero no lo pensaba,
no lo sentía, no se creía mortal, para cuando lo dijo ya había
recibido unas cuantas cornadas, cornadas bestiales, de las que se
llevan girones de cuerpo, un ojo por aquí, un testículo por allí,
unos músculos por la derecha, unos tendones por la izquierda y
varias veces los espectadores, los mismos que unos segundos antes le
gritaban que se arrimara, lo habían dado por muerto pero él no
estaba muerto, la medicina y la cirugía le hacían un apaño, le
juntaban unos trozos de carne con otros que más o menos quedaban
cerca y reaparecía. No sabía hacer otra cosa, no quería hacer otra
cosa, mantenía su cuerpo a base de ejercicio durante todo el año,
no necesitaba estimularse antes de salir al ruedo, su cocaína era el
aroma del miedo de los otros, en el paseillo a veces sentía la
erección de su miembro que le hacía adelantarse a sus compañeros
de terna, acudía a la puerta del chiquero antes de que nadie lo
pensase en la plaza, más que citar al toro le ordenaba que le
cogiera, con las banderillas planeaba una suerte y, mientras corría
hacia el animal, se sorprendía haciendo otra, los pitones del bicho,
cuando éste ya era un zombi que buscaba el descanso, le acariciaban
la tela ensangrentada, normalmente para entonces rota por varios
sitios, hasta que inevitablemente metía el acero junto a la columna
buscando la muerte más rápida del toro, o lo que fuera cada vez,
porque él mataba igual erales, becerros, vaquillas, novillos… lo
que tocase, ya que participaba en todo tipo de eventos y festivales
con tal de tener su dosis de muerte, su dosis tan necesaria para
vivir.
Por eso cuando las
corridas de toros iban desapareciendo de unos puntos de España se
iba refugiando en los que aún mantenían las hecatombes como fiesta,
cada vez que se anunciaba un nuevo avance de la civilización y el
consiguiente final de las bárbaras costumbres en una población, él
mentalmente sacudía el polvo de sus zapatillas y se prometía no
volver por allí. Le quedaban, y parece que le van a quedar bastante
tiempo, también plazas en Francia, en México o en Sudamérica pero
él sabía que inexorablemente también se ganarían al silencio, a
la ruina o a la arqueología, cuando los ganaderos dejasen de criar
para las ferias españolas los toros de lidia, que ya no iba a haber
interés económico alguno en mantener dehesas y fincas ruinosas sin
un mercado que absorba la producción. Le hervía la sangre con los
relatos que algunos le leían de gente que decía haber visto llorar
un toro o haberle oído sufrir y otras tonterías. No hacía falta
relatarlo, hay que ser tonto para no darse cuenta que a un toro se le
hace daño, mucho daño, se le clava todo lo que se le puede clavar, se le liman los cuernos, se le acuchillan los lomos, todo lo que se
hace con el toro busca hacerle daño, no es porque el toro se lo
merezca, no es una alimaña -él sabe perfectamente que hay seres
humanos peores-, sino porque en eso consiste el juego en que el toro
sufra y muera. Y que después la gente aplauda, aplauda, aplauda y
poder saludar a la gente y sentir la borrachera del triunfo mientras
arrastran el cadáver, eso es el juego. Él no concebía otra muerte
como torero que la de morir en la plaza y un día pasó, un toro
bizco se equivocó de trazado, se salió de la vía y le paró el
reloj. Ya no supo más, porque cuando uno se muere ya no es, su
muerte pasó a la historia del toreo para irse borrando como otras
muertes inútiles anteriores que cada vez menos gente recuerda, quizá
fue la última, quizá.
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