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jueves, 15 de marzo de 2018

LA CENA

- Cuando un señor de tu edad invita a cenar a una chica de mi edad, seguro que piensa en algo más para después que en tomar el café e irse solo a su casa -ella dijo, quitándose la última prenda que portaba, las bragas, y metiéndose en la cama-, así que te agradezco que me hayas ahorrado el rollo tierno, que una no es tonta del todo.
Él la había estado observando ya recostado bajo las sábanas. En su interior lamentaba que ella hubiera permanecido desnuda tan poco tiempo antes de pegarse a él, su cuerpo de mujer en la luz cenital de la habitación -ninguno había apagado la luz-, le había producido agradables descargas eléctricas en el diafragma como hacía tiempo no había sentido, sus últimas relaciones sexuales habían sido esporádicas y con sus propias manos en los últimos años.
Se habían conocido en la sucursal bancaria en la que ella trabajaba. Él había acudido a quejarse de unas comisiones inexplicables y excesivas, como todas las comisiones ordinarias de los bancos españoles, que le habían sustraído parte de su saldo en cuenta, cuenta lo bastante saneada como para ser considerado un buen cliente. Ella, en vez de torearle como le ordenaban las instrucciones de sus superiores, le había escuchado e, incluso, atendido satisfactoriamente, haciendo desaparecer el cargo con un click de ratón en su ordenador.
Él se acostumbró a volver de nuevo a la agencia al más mínimo motivo y comenzaron a escaparse a tomar algún café a una de las tabernas próximas. Se dieron cuenta, conversando, de que, fuera de sus vidas profesionales, gustaban de muchas cosas comunes aunque de forma diferente, lo que la lógica de los más de quince años de diferencia de edad, quizá veinte, podía justificar.
Con el paso de los meses, quizá medio año, las confidencias sobre sus situaciones personales, ella con una hija preadolescente que criaba sola -su ex se hacía cargo solo en el más estricto régimen de visitas-, y él, rebotado de un matrimonio olvidado en otra ciudad, haciendo compañía a las telarañas de un piso heredado la mayor parte del tiempo y en el que solo era habitable porque una señora contratada por su anciana madre, madre que no vivía muy lejos, mantenía el nivel de polvo en un límite aceptable. Eso sí, atendía amablemente a cuantas señoras pasaban por su ámbito de acción pero ninguna se interesó en quedarse a lavar sus calzoncillos y demás tareas propias de la convivencia.
Así que, cuando ella le comentó en el café matinal que tenía por delante un fin de semana sin niña, él le invitó a cenar, quería oírle hablar más, oír sus comentarios llenos de humor, su facilidad para la ironía sobre sí misma y sobre su situación en el banco y en su vida. Y la cena fue tal y como lo esperaba, ambos disfrutaron del momento. Así que a la salida del restaurante, quizá con la euforia, él dio un traspiés y se encontraron apachurrados los dos contra un árbol decorativo, que estaba mal estacionado en la acera junto a la puerta del local y, en vez de decir, como era su intención “¿Te apetece un gin-tónic en el club del barrio?” él dijo algo así como: “¿Quieres que cojamos una habitación con vistas a la bahía en el Hotel Monte Igueldo?” que es casi lo mismo.
Una vez en el hotel, contemplado suficientemente el iluminado marco “incomparable” y después de unos largos besos, ella le mandó a él pasar primero por el baño.
El amanecer le despertó a él, que se había quedado dormido con el cuerpo de ella pegado naturalmente al suyo -no vamos a entrar en detalles sobre adhesivos-, mientras ella le seguía hablando, y él se resistió a abrir los ojos un rato, todos sus sentidos estaban plenos del cuerpo femenino a su lado, cuando abrió los ojos se dio cuenta que ella le estaba observando desde hacía un rato. Se sonrieron y, casualidades de la vida que superan cualquier ficción, los dos dijeron simultáneamente:
- El último amor de la vida es más importante que el primero.



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