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miércoles, 23 de enero de 2019

TRIBUNA NORTE

“Una persona me recuerda que me contó una historia personal para que yo la incluyera en una novela, novela que nunca he escrito y que puede que nunca escriba. Con su permiso, recojo lo que me dijo en un pequeño texto de ficción”


En Donostia se pueden tener unos ingresos dignos como abogada ejerciente, más de treinta años de edad, novio estable… y vivir en casa de tu madre, o compartir gastos con una compañera de piso que percibe una pensión laboral y una pensión compensatoria de un ex-marido y que además te parió hace unos años. Es mi caso. Y también es el caso de mi novio recién nombrado, nuestra convivencia es de fines de semana, en su casa o en la mía, que mi madre no se escandaliza por ello, ni yo tampoco cuando se trae a alguno de sus compañeros de baile en el Costa Vasca a agonizar gloriosamente en su cama -lo de llamar al 112 no es broma -, así que perspectivas de futuro en común hay, quizá una convivencia próxima como ya lo hice en su momento con otro novio anterior, pero no hay prisa, no estamos obsesionados.
Tampoco somos novios de los que necesitan estar todos los días juntos ni pasarnos mensajes a cada rato, babosidades las justas y después del segundo gin-tónic los viernes a la noche. Todos y todas tenemos derecho a nuestro orgasmo semanal al menos, aunque ya me gustaría que se esforzase un poco más siempre y no solo cuando la Real Sociedad gana. Además a mi novio le gusta mucho el monte y a mí también me gustan las excursiones montañeras. Una subida dominguera al Txindoki cada año o así ya me cubre la dosis de afición. Una vez, vacaciones de verano, me llevó a un refugio de los Pirineos y me juré nunca más volver a pasar una noche de suplicio como aquélla, aunque fuera para hollar una cumbre perdida a más de 3.000 metros de altura, en las fotos quedé muy bien pero con ojeras.
Lo que voy a contar pasó un puente, un puente en que mi novio y sus amigos se fueron de monte, a hacer una ruta nevada e irresistible por uno de esos paisajes que quedan tan bonitos como fondos de pantalla en el ordenador del despacho. Yo me resigné a quedarme sola en la ciudad, alguna amiga o conocida me dijo que ella también se quedaba, así que si, después de preparar un recurso que se me retrasaba y que vencía a la vuelta del puente, me apetecía salir, siempre podía pasar una noche de “chicas malas solas” en alguno de los dos antros con que cuenta la vida nocturna local.
El recurso lo preparé y acabé en la primera mañana del puente que la pasé sola en el despacho, me disponía a irme a casa a comer las vainas sin sal de mi madre, que se cree que cocina bien encima, cuando me sonó el teléfono. Era un viejo colega, uno de esos veteranos abogados, medio profesor medio personaje de comedia, que pasea una cierta elegancia muy donostiarra por los pasillos de los juzgados y al que hacía un tiempo que no veía. Y me llamó para invitarme a comer bogavante, me explicó que estaba en la cama con una pierna recién operada a consecuencia de una fractura en un accidente de moto, que un cliente pescadero le había regalado unos bogavantes frescos y que se los habían preparado pero que le habían dejado solo el puente y que había pensado que quizá yo le haría el honor de compartir mesa y mantel con él.
Reaccioné bastante rápido y aceptando el plan, a pesar de que me dijo que no hacía falta que llevara nada, yo tenía en el despacho una botella de txakolí del bueno, del que no es txakolí más que de nombre, y me planté en su casa con ella. El hombre tardó en abrirme, porque se desplazaba con una pierna rígida y envuelta en plásticos, pero había preparado una mesita baja con los bogavantes y algunas otras delicatessen que me hicieron salivar en cuanto las vi.
Es un madurito interesante, que se suele decir. No me preocupé de averiguar si yo había sido su primera opción o la décima, pero fue una comida plena, llena de buenos alimentos y deliciosas bebidas para cuerpo y alma, comida en la que me reí, hablé, fui escuchada y que se me pasó como en un film muy entretenido. Recogí los restos de la mesa, preparé cafés y copas y me senté en el canapé que ocupaba, entre su pierna y el borde. Supongo que enseguida me empezó a acariciar el pelo, la verdad es que la situación era confortable, su cuerpo grandullón y envuelto un poco en colonia, su camisa que dejaba ver el pelo en pecho, las tonterías y maldades que podía decir sobre unos y otros de los conocidos comunes, la música que sonaba al fondo, todo era propicio para la intimidad más íntima, así que después de un pase por la sala de baños para evacuar exceso de líquidos y comprobar que yo tampoco estaba mal, regresé para recostarme contra él y besarle, besarle inmediatamente, besarle con todo mi cuerpo detrás, lo cual hizo que el canapé se volviera insuficiente enseguida para contenernos, sobre todo cuando sus manos empezaron a buscar botones, ojales y cierres de sujetador.
Así que sugirió que estaríamos más cómodos en la cama de su dormitorio y era lo lógico, y con mi ayuda se extendió sobre el lecho, quedándose solo con la funda clínica de su pierna. Le expliqué que yo no pensaba quitarme las bragas, que lo sentía pero que quizás otro día, que me apetecía un poco más de cariño “light” y que, al fin y al cabo, tenía novio y que una cosa es un profundo achuche y otra ponerse a follar con un viejo maestro. Pues así pasamos la tarde, entre sorbitos de gin-tonic, unas sobaditas mutuas en las tetas, me encantaba el tacto de su pecho contra los pezones, a veces su mano , no sé cuál, bajaba lentamente por mi culo hasta que alguno de sus dedos me tocaba el interior en busca de la pepita sensible, la punta de su pene perdía gotitas contra mi braguita, incluso alguna vez me bajé a lo largo de su cuerpo hasta poner mi boca muy cerca de su glande pero resistiendo la tentación de besarlo y volviendo a pasar rozando suave su piel hasta su boca y cuello. En un momento dado, estaba concentrada en las sensaciones que su dedo extraía, como ondas violetas, de mi clítoris, cuando me dí cuenta de que cambió de broca, sin pedir permiso, y era su glande el que estaba jugando en el umbral de entrada, con cuidado de que no se saliera, me alcé lo suficiente para mirarle a los ojos y lenta y metódicamente retrocedí sobre él hasta  tener todo su pene en mi interior, cerré los ojos. Y estalló, sentí que se venía dentro de mi a borbotones, sacudidas y líquido, y acto seguido desde todas mis extremidades millones de hormiguillas locas corrieron hacia el centro de mi clítoris, fue un orgasmo de récord, de dejarme tirada sobre él, pequeños orgasmos siguieron, no me atrevía a moverme para no romper aquel estado catatónico. Ya era tarde, me quería ir. Me pidió que me quedara a pasar la noche, pero le dije que no, que aquello no era lo previsto. Me miraba con una cara de compungido y, a la vez, encantado que me daba un indescriptible placer. Le dejé así, después de pasar por el baño a arreglarme un poco, tiré las bragas a la basura de la cocina, claro. Le pregunté si quería croissants para desayunar, conozco donde venden los mejores de Donostia, y le dije que a lo mejor le traía alguno a la mañana siguiente.
Regresé a casa hablando por teléfono con mi novio, la excursión estaba siendo un éxito pero el tiempo iba a peor, le dije la verdad, que le echaba de menos, que me apetecía tenerle a mi lado aquella noche, que me acariciase hasta quedarse dormido, siempre se duerme el primero.
A la mañana siguiente, la ciudad seguía deshabitada de sus residentes, los turistas empezaban a pasear por todas partes, compré los croissants, toqué el timbre, tardó en abrir, se había vuelto a tumbar en la cama cuando cerré la puerta del piso, dejé los croissants en la mesa de la cocina y toda la ropa en las sillas de la cocina, menos unas bragas rojas que me sientan estupendamente – casualmente las compré por recomendación de una amiga abogada que tiene siempre un folla-amigo a mano -, y corrí a tumbarme encima de él y a recorrerle la cara, las orejas y el cuello a besos, él solo dijo, mientras levantaba el elástico de la cintura de mis bragas, algo así como: “aquí sobra algo”. Me giré y me las quité de un rápido movimiento.
Ha pasado tiempo desde aquel puente, por cierto le convencí a mi novio para que regresara antes de la excursión, de vez en cuando le veo al viejo, no tan viejo, abogado, incluso una vez fuimos juntos a su casa donde, ya recuperado de su lesión, tuvimos una tarde de té con pastas y un par de revolcones, y otra vez, la última, me cogió de la mano a la salida de los tribunales y me llevó corriendo, - yo también le llevé, claro -,  al hotel más próximo, donde me estuvo comiendo todo lo que se puede comer sin tragar, hasta el agotamiento. Pero que quede claro, mi relación con mi novio va como nunca de bien.
   

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